Quintana Roo no siempre fue sinónimo de paraíso turístico. Hoy lo vemos como un destino codiciado, repleto de hoteles de lujo, ruinas arqueológicas famosas y playas caribeñas de postal. Sin embargo, hace apenas 50 años, el escenario era completamente distinto: un territorio relativamente aislado, con comunidades mayas, selva virgen y escasa infraestructura. Este artículo se sumerge en esa transformación acelerada, comparando cómo era Quintana Roo hace medio siglo con la realidad actual. Un recorrido que revela no solo el crecimiento, sino también los retos y contrastes que definen su presente.
En 1974, Quintana Roo dejó de ser un territorio federal para convertirse en el estado número 30 de México. Antes de eso, su administración dependía directamente del poder central y contaba con escasa representación política. Su población era baja, dispersa en pequeñas comunidades rurales, muchas de ellas de origen maya, que conservaban tradiciones y estructuras sociales autónomas.
Este cambio político no fue menor: implicó mayor inversión federal, apertura a proyectos de infraestructura y, sobre todo, la posibilidad de consolidar una identidad estatal. Pero, en 1974, Quintana Roo seguía siendo un territorio de frontera, olvidado por muchos e inexplorado por el turismo.
La vida en el estado a principios de los años 70 giraba en torno a la agricultura de subsistencia, la pesca artesanal y el comercio limitado entre comunidades. Los habitantes vivían del cultivo del maíz, la explotación de maderas preciosas (como el cedro y la caoba) y algunos productos del chicle.
Las condiciones de vida eran modestas, con baja cobertura de servicios públicos. La educación y la salud tenían un acceso muy limitado, especialmente en zonas rurales. Las carreteras eran escasas, la comunicación difícil, y el aislamiento geográfico condicionaba fuertemente la vida cotidiana.
En esa época, los caminos eran de terracería y el acceso al Caribe era lento y complicado. Cancún apenas comenzaba a delinearse como proyecto turístico. Chetumal, la capital, era un centro modesto de intercambio comercial, más vinculado a Belice que al resto del país.
Los vuelos eran escasos y el aeropuerto internacional de Cancún aún no existía. Las comunidades costeras vivían del mar, sin imaginar que décadas después serían invadidas por complejos hoteleros y cruceros de lujo.
La selva cubría casi todo el territorio. Había vastas zonas inexploradas, ricas en biodiversidad. Las zonas arqueológicas como Tulum, Cobá y Kohunlich estaban cubiertas de vegetación y aún no eran destinos turísticos populares.
Las comunidades mayas mantenían un modo de vida tradicional, basado en el milpa, la medicina natural y el respeto por el entorno. Había poca presencia del gobierno federal y aún menos del turismo internacional. Era una vida aislada pero en equilibrio con la naturaleza.
A finales de los 60, el gobierno federal mexicano, a través de FONATUR, identificó el potencial de la costa norte del estado. En 1970 se inicia oficialmente la construcción de Cancún como destino turístico planificado. Era una apuesta arriesgada: transformar un banco de arena y manglares en un polo turístico internacional.
Con la construcción de los primeros hoteles y del aeropuerto, comienza la llegada de turistas y trabajadores. La ciudad crece aceleradamente y se convierte en el ícono del nuevo turismo mexicano. El resto es historia: Cancún inaugura la era del turismo de masas en México.
Durante las décadas siguientes, el impulso fue imparable. Se construyeron carreteras, puertos, hospitales, universidades. Municipios como Solidaridad (Playa del Carmen) y Tulum nacen como respuesta al crecimiento urbano y turístico.
Los hoteles “todo incluido” y las grandes cadenas internacionales se instalan en la Riviera Maya. En paralelo, se desarrollan zonas arqueológicas para el turismo, se consolidan rutas como la del Mundo Maya y se promueven parques temáticos como Xcaret y Xel-Há.
La expansión turística trajo consigo una fuerte ola migratoria. Miles de personas de otros estados del país llegaron en busca de empleo. Esto transformó la composición demográfica, diluyendo la presencia maya y generando nuevos retos sociales: crecimiento urbano desordenado, desigualdades, presión sobre los servicios públicos y surgimiento de colonias irregulares.
El boom económico fue innegable, pero también desigual. Mientras zonas costeras prosperaban, muchas comunidades del interior quedaban rezagadas.
Hoy, Quintana Roo es uno de los estados más dinámicos económicamente del país. Recibe más de 20 millones de visitantes al año, la mayoría en Cancún, Playa del Carmen, Cozumel y Tulum. El turismo representa más del 80% del PIB estatal.
Las ciudades han crecido exponencialmente. Cancún, que no existía en 1970, supera el millón de habitantes. Playa del Carmen es una de las ciudades que más rápido ha crecido en América Latina. Tulum se ha vuelto un destino de lujo y espiritualidad, aunque enfrenta problemas de gentrificación y saturación.
No todo son luces. El crecimiento acelerado ha traído consigo retos importantes. La seguridad se ha deteriorado en los últimos años, con la presencia del crimen organizado en zonas antes turísticas. Hay problemas serios de sobreexplotación del manto acuífero, contaminación de cenotes y pérdida de manglares.
El sargazo afecta las playas y la infraestructura no siempre responde al ritmo del crecimiento. Además, la desigualdad persiste: mientras algunas zonas disfrutan de servicios de primer nivel, otras carecen de lo más básico.
El desarrollo se concentra en la franja costera. Hacia el interior del estado, muchas comunidades siguen viviendo en condiciones similares a las de hace décadas. La falta de oportunidades y la desconexión de esas zonas con el corredor turístico perpetúa un modelo desigual.
Hay iniciativas de turismo comunitario y proyectos sostenibles, pero aún son incipientes frente al modelo dominante de gran escala.
La transformación de Quintana Roo ha tenido un precio ambiental. Se han destruido miles de hectáreas de selva para construir hoteles, fraccionamientos y carreteras. Reservas como Sian Ka’an están amenazadas por la presión del desarrollo.
Los cenotes, antes vírgenes, ahora son puntos turísticos masificados. El tráfico de turistas pone en peligro ecosistemas frágiles como los arrecifes de coral, la fauna marina y los manglares.
Culturalmente, el estado se ha globalizado. Hay un choque entre la cultura maya tradicional y la cultura internacional traída por el turismo. Se han perdido lenguas, tradiciones y formas de vida, aunque también hay movimientos de revalorización cultural.
La identidad de Quintana Roo hoy es compleja: una mezcla de modernidad, migración y raíces ancestrales. Es un estado en constante reconfiguración.
Quintana Roo ha vivido una transformación profunda en solo cinco décadas. Pasó de ser un territorio olvidado a una potencia turística global. Ese salto trajo desarrollo económico, empleo e infraestructura, pero también desigualdades, retos ambientales y una pérdida parcial de identidad.
El reto actual es encontrar un equilibrio entre crecimiento y sostenibilidad, entre lo global y lo local, entre lo inmediato y lo permanente. A futuro, Quintana Roo deberá replantear su modelo de desarrollo, cuidar su patrimonio natural y cultural, e integrar mejor a sus comunidades en el beneficio del turismo.
Solo así podrá asegurar que su evolución no solo se mida en número de visitantes, sino en calidad de vida, resiliencia ambiental y preservación de su esencia caribeña.